Resulta que mi viejo coche ha decidido que necesita una merecida jubilación tras casi 15 años de servicio.
Fui al concesionario, y allí no tardé ni dos minutos en poner las cartas sobre la mesa y confesar mi mayor temor al vendedor: que la entrega del coche se retrasara y me quedase sin coche durante meses.
A pesar de estar desnudando mis miedos como cliente (el sueño húmedo de cualquier comercial), la única respuesta que recibí por su parte fue un “no te preocupes, no tendrás problemas de entrega”.
En plena crisis mundial de componentes y con las cadenas de montaje deteniendo su producción, eso no resultaba muy reconfortante, así que le hice yo la propuesta: podía asumir hasta un mes entero de retraso, pero si se demoraba más el concesionario me ponía un coche de cortesía.
De haber aceptado, le habría comprado el coche en aquel mismo instante.
Sin embargo, su réplica fue de nuevo “no tendrás problemas, confía en mí”, como si fuéramos viejos amigos que llevan años haciendo negocios juntos.
Sin poder arrancarle una propuesta concreta, perdió la venta. Un vendedor de coches de alta gama fue incapaz de proponerle una solución a su cliente —la que fuera— más allá del clásico e infundado alegato a la confianza.
Te cuento todo esto porque creo que la forma de enfocar las responsabilidades profesionales, incluso cuando estamos quemados, dice mucho de alguien. Nos habla de nuestra capacidad de perseverar en las dificultades y enfrentarnos a retos, y eso nos va a suceder hasta en el empleo de nuestros sueños.
Por eso, cuando me encuentro con personas que me dicen estar hartas de su trabajo, a menudo pienso para mí mismo “cuidado, quizás sea su trabajo quien está harto de ellas”.
Ponte manos a la obra antes de que eso te ocurra.
Un abrazo,
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